Apuesto que nunca olvidarás ese día en que temblorosa compraste una prueba de embarazo y prometiste que si salía negativo nunca más “lo ibas a hacer". Corriste con tus amigas o simplemente sola al primer baño que encontraste, mientras nerviosa leías las instrucciones, depositaste las últimas gotas de esperanza y de un -¡Por favor! Diositio no-.
Tenías toda una vida por delante, sueños, proyectos, viajes, pero te azotaste contra la realidad cuando un implacable positivo se anunciaba como un aviso abandonado y luminoso en medio de una nocturna carretera desierta. Quedaste en blanco, a los pocos segundos lloraste, puteaste contra el mundo y los hombres, pero así y todo, nunca dejaste de percibir esa incrédula y extrañamente gratificante sensación de tener un ser dentro de ti. -¿Qué hago? Mis papás me van a matar ¿Qué dirán de mí los demás?- .
Pensaste en pastillas abortivas, recetas caseras, abortos clandestinos, sentiste el miedo como un frío terrible, no había dinero y la verdad, no serías capaz de hacerlo. ¿Y tus sueños? Ya se habían transformado en una pesadilla de la cual no podías despertar.
Los días pasaron, tus padres se lamentaron profundamente, lloraron. A veces te pasabas el día entero vomitando, pero siempre mucho más, llorando, por dentro o por fuera, te pasabas los días enteros llorando.
Dejaste el alcohol, los amigos, carretes y hasta el cigarrillo, te sentiste sola, estabas sola. Ibas a los controles y tratabas de descifrar ese lenguaje que algunos médicos ni se molestan en explicar. Ocultaste con infinitas maniobras, (chalecos, polerones), tu nueva condición de embarazada, pero no fue hasta el primer palpitar dentro de tu vientre, que asumiste que la cosa iba en serio.
Pasaban los meses y aún seguías confundida entre tus egoísmos y el cariño materno. Acariciabas tu panza y a veces simplemente te odiabas, esperando que algún buen hombre se dignara a concederte el asiento justamente diseñado para estos casos y que tú no serías capaz de pedir.
Te mareabas y te avergonzabas sin razón aparente. Ya todo era tan evidente, empezaste a comer por dos, nunca dejaste de sentir miedo, sin embargo, te divertiste buscando nombres, comprando ropas y cascabeles, imaginándote ese futuro nuevo.
No estabas preparada, pero así y todo llegó el momento, así que te mordiste cada una de las contracciones, aunque las lágrimas no podían dejar de aflorar producto del dolor. Apretaste almohadas y gemiste hasta que un especialista te inyectó una buena dosis de calma, ya estabas entregada.
Los médicos abrieron tus piernas y ahí tú, utilizando una fuerza que jamás habías ocupado en tu vida, pujaste hasta dar al mundo otra nueva vida. Nunca dejaste de sentir miedo, pero ahí con el pequeño ser humano entre tus pechos, te dejaste llevar por un par de ojitos color de acero. Tú no elegiste ser madre, pero lo fuiste y aún no entiendes cómo después de ese momento en que sus miradas se cruzaron, fuiste capaz de amar a alguien sin siquiera conocerlo.
Hoy eres madre, y sigues teniendo miedo, pero fuiste valiente y eso yo te lo agradezco.